Juan A. Gutiérrez Torres
Desde pequeño entendí que Ceuta era distinta, no porque apareciera en los mapas como un pequeño punto olvidado al norte de África, ni porque tuviera una frontera con otro continente, sino porque aquí, en cada calle, en cada plaza y en cada casa, convivían mundos diferentes que aprendían a entenderse día a día, sin necesidad de grandes discursos.
Me crié en El Sarchal, una barriada humilde, de esas donde las paredes hablan si sabes escucharlas. Allí la vida no era fácil, pero tampoco lo era para nadie. No importaba cuál fuera tu apellido: todos compartíamos juegos, meriendas y alguna que otra regañina de las madres del barrio. En mi infancia dormí muchas veces en casa de amigos musulmanes, y ellos en la mía. En su mesa comí con las manos y aprendí que el respeto no entiende de religión ni de lengua, sino de cariño y educación.
Esa Ceuta —la de la calle, la de la vida real— es la que hoy siento que a veces se pierde en los debates políticos y en los medios de comunicación. Demasiadas veces se habla de nuestra ciudad desde fuera, con un enfoque simplista que reduce nuestra riqueza a un problema. Se nos etiqueta como frontera conflictiva, como foco de tensiones o incluso como ciudad en disputa, pero nadie que haya vivido lo que yo viví en el Sarchal puede negar que la convivencia no solo es posible en Ceuta, sino que ha sido siempre su esencia.
Claro que hay problemas. No los niego. Hay desigualdad, hay desconfianza, hay discursos que quieren enfrentar al vecino con el que se comparte calle desde hace años. Pero si algo aprendí en mi infancia es que la desconfianza nace del desconocimiento, y que convivir no es aguantar al otro, es vivir con el otro, reconocerse en él.
Los políticos tienen una responsabilidad enorme: no romper lo que tantos años de convivencia han construido en silencio. En lugar de utilizar nuestras diferencias como arma electoral, deberían proteger lo que hace especial a Ceuta. Porque aquí no hablamos de tolerancia como quien aguanta, sino de respeto como quien abraza.
Cuando camino hoy por las calles de mi barrio, ya adulto, veo caras nuevas y otras de siempre, y aunque el mundo ha cambiado, quiero creer que el espíritu del Sarchal sigue vivo en cada niño que juega sin preguntar por la religión del otro.
Ceuta no necesita que la enseñen a convivir. Ceuta necesita que la dejen convivir en paz.
Fdo. Juan A. Gutiérrez Torres
Un vecino humilde del Sarchal
