La manifestación que lo cambió todo
Abdelkamil Mohamed Mohamed
El pasado 25 de abril, más de 4000 personas salieron a las calles de Ceuta en una gran manifestación por Palestina. La mayoría de quienes asistieron eran ciudadanos musulmanes, sí. Pero eso no la convirtió en una marcha religiosa, sino en un acto de solidaridad profundamente humano frente a un genocidio silenciado. Fue una movilización pacífica, legítima, por la vida, por la justicia, por la dignidad.
Sin embargo, en vez de unirnos en una causa común, la manifestación dejó al descubierto una fractura social y cultural muy real: en Ceuta, la solidaridad sigue teniendo apellidos, y el compromiso ético se interpreta según quién lo ejerce. A esa movilización no acudieron las instituciones, ni los partidos mayoritarios, ni muchas de las entidades que presumen de defender los derechos humanos.
¿Por qué?
¿Acaso la causa palestina no es lo bastante “respetable” si la lidera la comunidad musulmana?
Una fractura profunda y dolorosa
La manifestación no generó la división. La hizo visible.
Demostró que hay una parte de la ciudad que sí se moviliza, y otra que prefiere el silencio, la indiferencia o la crítica fácil desde la barrera.
Demostró que la Ceuta que grita por la justicia es vista con sospecha, y que la Ceuta que calla se cree neutral… pero no lo es.
Porque aquí el problema no es quién estuvo.
El problema es quién no quiso estar.
No es un asunto religioso. Es un asunto de derechos humanos.
Y quien no lo entienda así, no está defendiendo ni la convivencia, ni la pluralidad, ni el compromiso social.
La oleada de odio: cuando el racismo se suelta la melena
Tras la manifestación, las redes sociales se llenaron de mensajes de odio, racismo y xenofobia, muchos firmados por perfiles falsos o seudónimos cobardes. Comentarios que no hablaban de la causa palestina, sino que atacaban directamente a las personas que participaron en la manifestación. Se las tachó de fanáticos, de radicales, de antiespañoles. Se caricaturizó su presencia. Se criminalizó su fe. Se les deshumanizó.
No fue un episodio aislado. Fue una avalancha.
Y lo más grave es que una parte de la sociedad se quedó callada. O peor: justificó ese odio como “opiniones legítimas”.
La joya de la corona: una profesora con nombre y apellidos
Y entre todos esos insultos anónimos, destacó uno firmado con nombre y apellidos: el de una profesora. Una educadora, una mujer que tiene en sus manos la formación de jóvenes, decidió publicar un mensaje en redes cargado de racismo y desprecio hacia miles de ceutíes.
No fue un error, ni un calentón. Fue una declaración pública de odio.
Y por eso es aún más grave.
Porque cuando quien insulta y desprecia es quien debe enseñar respeto, ya no se trata solo de una opinión: es una amenaza social.
Esa profesora no insultó una idea. Insultó a miles de personas por su identidad.
Y sin embargo, hubo quienes la defendieron. Quienes relativizaron. Quienes se aferraron a la excusa de la “libertad de expresión”, como si eso sirviera para justificar el veneno.
Reflexión final: Ceuta tiene que elegir
Este no es un debate sobre Palestina.
Es un debate sobre Ceuta.
Sobre qué ciudad queremos ser.
Una ciudad que calla ante el racismo no puede hablar de convivencia.
Una ciudad que señala a quien defiende la justicia, mientras protege al que escupe odio, está profundamente enferma.
Una ciudad que mide la dignidad según el apellido o la religión, ha perdido el rumbo.
Ceuta puede y debe ser mejor.
Pero para eso, hace falta más que discursos institucionales.
Hace falta valentía. Autocrítica. Y sobre todo, compromiso real con la igualdad.
La próxima vez que el mundo necesite nuestra solidaridad, que no falte nadie.
Porque cuando se mata a un pueblo y se insulta a quien lo defiende, el silencio no es neutralidad:
el silencio es complicidad.