Por Manuel Gutiérrez
Un tren de alta velocidad Altaria parte de Algeciras hacia Madrid, poco después de la masacre del 11M. Llegada prevista sobre las nueve de la noche. No nos imaginábamos lo que nos esperaba.
Iba a ver a mi hijo, que entonces tendría en torno a once años. A pasar el poco tiempo que disponíamos para estar juntos.
Era un transporte en el que había muchos niños. Este dato es extraordinariamente importante.
Como había viajado en numerosas ocasiones a Madrid con el objeto de no perder contacto con mi Manuel, ya casi era de la casa para los del Altaria. Presentía que había algo extraño, algo que se me escapaba. No sé por qué. Un revisor, ya nos habíamos contado anteriormente parte de nuestras vidas y que era un profesional extraordinario, tenía la cara demudada.
Discretamente, nos apartamos a un lado de la cafetería y me contó que había amenaza de la colocación de artefactos explosivos en varios puntos de la vía que llegaba a la capital. Por ello, íbamos a ir muy lentos, para dar tiempo a que las fuerzas de seguridad inspeccionaran los tramos que íbamos a recorrer, en busca de cualquier cosa sospechosa. Solo en ese caso habría que detener el Altaria y esperar.
Los adultos iban siendo informados por esta persona, el valiente revisor, entre susurros al oído, de lo que estaba ocurriendo.
Las miradas de los viajeros se nos cruzaban, pero sin hacer la más mínima mención al hecho en sí. Los niños se afanaban en corretear, jugar, divertirse, sin tener conocimiento del riesgo. Y no lo iban a tener.
El acuerdo, sin palabras, entre los pasajeros era claro. De ésto no se habla, para no alarmar a los críos, que seguían a su libre albedrío, haciendo amistades y disfrutando del viaje, alborozados. A veces se producía una conversación privada entre algunos viajeros. Pero la complicidad entre nosotros se basaba en el silencio, la serenidad. Los críos eran otra cosa, ellos seguían con sus diversiones y travesuras inocentes. Así que cuando se dirigían a alguno de nosotros, los mayores según ellos, era algo inenarrable. Una mezcla de extrema preocupaciòn, felicidad y sentido de la protección. También de jugar con ellos, porque se te acercaban para charlotear, enseñarte un juguete y preguntarte cosas que te hacían desternillarte de risa forzada. Aunque no nos hacía olvidar lo que estaba pasando, por algunos segundos te hacían evadirte de la posibilidad de lo peor.
Los tripulantes del convoy anunciaron por altavoz que ese día, lo que se consumiera en cafetería iba por cuenta de la casa. Por supuesto, los chiquillos acudieron en tropel a por chuches y pastelillos, zumos y refrescos. Manga ancha. Esto hay que aprovecharlo, pensarían.
Las horas parecían interminables para los adultos, que de vez en cuando acudíamos a la cafetería a tomar algo. Me imagino que al final del viaje tendrían que hacer una importante, si no total, recarga de existencias. No me cabe la menor duda. Pero el trato que nos dispensaron fue tan humano, tan entrañable, que es imposible olvidarlo.
En la barra estaba sentado un individuo que mantenía una actitud sospechosa. Le sonaba el móvil cada dos por tres, pero no hacía caso. Ignoraba las llamadas. Al llegar a una de las estaciones de parada temporal, subió la Policía y tras identificar al hombre, con un asombroso parecido al difunto Sadam Hussein, dicho sea de paso, fue evacuado del tren junto con su equipaje.
El caso es que el Altaria llegó sin más inconveniente a la estación madrileña. Bajando a la estación, personas que no nos conocíamos de nada, nos dimos abrazos, mientras que los chiquillos preguntaban quién eran esas personas a la que sus papás y mamás saludaban tan efusivamente. Sonrisas y lágrimas… Pero de alegría.
Durante todo el viaje, me iba refugiando en el servicio para ir facilitando información telefónica puntual al periódico. No llevaba ordenador portátil, así que no había otra manera. A veces me llamaban de redacción para que me pusiera en contacto. Pero el procedimiento era el mismo. No contesto hasta que no esté en un lugar en el que no oigan.
Mi sorpresa fue cuando regresé a Algeciras y ví el periódico. Figuraba una crónica que se había firmado con mi nombre por parte de mi entonces director y sin embargo mi muy querido amigo, Pedro García Vázquez, y que añadía ‘Enviado especial al Altaria’, como si hubiéramos sabido lo que iba a ocurrir y yo me hubiera embarcado en un asunto de riesgo.
Por cierto, nunca hubo comunicación oficial de las autoridades sobre el resultado de los trabajos de seguridad en el trayecto tren y tampoco cómo se supo que el convoy estaba en serio peligro.
En momentos como ése, de solidaridad, de protección a los más inocentes, de superar el terror por parte de personas que viajan a lo desconocido, es cuando uno se siente orgulloso de ser español. Y ni les cuento los abrazos y los besos a mi pequeño cuando finalmente pude llegar hasta él.