Hoy, una vez más, el mar ha devuelto la crudeza de la realidad. Dos cuerpos sin vida han sido rescatados en aguas del litoral de Ceuta. Dos más que se suman a una lista insoportable: casi cuarenta personas fallecidas en lo que va de año, según los datos que maneja la Guardia Civil. Detrás de cada cifra hay una historia rota, un sueño que se hunde, una familia que espera sin respuesta.
No hablamos de un suceso aislado, sino de un drama humano recurrente que convierte nuestro mar en testigo silencioso de la desesperación. Hombres, mujeres y menores se lanzan al agua en un intento desesperado por alcanzar Europa, con la esperanza como único salvavidas. Esta semana, las imágenes de una madre y su hijo alcanzando exhaustos la costa ceutí estremecieron a todos. Esas escenas deberían interpelarnos más allá de la compasión inmediata; deberían obligarnos a reaccionar.
Ceuta, por su ubicación y su historia, lleva años soportando el peso de una frontera que es mucho más que una línea geográfica. Es una frontera moral y política, donde se miden las verdaderas dimensiones de la solidaridad, la responsabilidad y la gestión humanitaria. Pero lo que está ocurriendo va más allá de lo soportable: no podemos permitir que el mar que baña a nuestra ciudad se convierta en una fosa común.
La inacción o la rutina institucional ante esta tragedia ya no puede justificarse. El Gobierno de España debe actuar con decisión, reforzando los medios de salvamento, garantizando una atención humanitaria inmediata y, sobre todo, coordinando políticas eficaces con Marruecos. No se trata solo de controlar un flujo migratorio, sino de proteger la vida humana.
Del otro lado, las autoridades marroquíes tienen la obligación de impedir que cientos de jóvenes, incluso niños, se lancen al mar sin rumbo ni posibilidades. No puede normalizarse que menores arriesguen su vida en el agua, sin acompañamiento, sin esperanza y sin futuro. La cooperación y la prevención en origen son tan necesarias como la respuesta humanitaria en destino.
Ceuta no puede resignarse a vivir de espaldas a este drama. Cada cuerpo rescatado, cada mirada perdida, nos recuerda que esta tragedia es colectiva. El mar no distingue fronteras, ni edades, ni nacionalidades; solo devuelve los restos de una humanidad que ha fracasado en proteger a los más vulnerables.
El efecto llamada debe frenarse, sí, pero también el efecto indiferencia. No hay política migratoria que pueda justificarse si su consecuencia es la muerte en el agua. Y no hay frontera que merezca mantenerse a costa de la vida de un solo niño.
Mientras el mar siga devolviendo cuerpos, ninguna sociedad podrá considerarse justa. Ceuta, España y Marruecos tienen la responsabilidad de romper este ciclo de tragedia antes de que el Mediterráneo, definitivamente, se convierta en un cementerio sin nombre.
